Fontana di Trevi, de Gabriela Adameșteanu (Acantilado) Traducción de Marian Ochoa de Eribe | por Juan Jiménez García

Gabriela Adameșteanu | Fontana di Trevi

¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí. En aquellas Vidas provisionales de los años setenta, vidas provisionales en el comunismo, en la Rumanía del matrimonio Ceaușescu, vidas bajo observación, la de los otros, la de la Securitate. En aquellos tiempos, Letiţia vivía su frustración matrimonial con su amante Sorin. Con Petru, su marido, mantenía una relación de indiferencia. Si en aquellos tiempos Letiţia había escribía un libro, ahora ha escrito otro y busca editor. Sorin se quedó en los años ochenta, Petru ha seguido hasta nuestros días, el matrimonio Ceaușescu ya sabemos cómo acabó, y de Rumanía conocemos alguna cosa, tampoco demasiado. Letiţia va de acá para allá. De acá para allá es que ahora viven en Francia, en un pueblecito para jubilados. Allá (o acá) es Bucarest, la fea Bucarest. Se aloja con el matrimonio Morar, su vieja amiga Sultana y Aurelian (que se quedó en aspirante a algo y en seguro perdedor). Petru aprovechó un viaje a Alemania para no volver, y ella se enfrentó a un dilema o a muchos dilemas. Por un lado, se había quedado embarazada. No de Petru (podría ser, en uno de esos azares, y, en todo caso, habérselo hecho creer), sino de Sorin, pero su relación con Sorin está acabada. Él ha elegido, finalmente ha elegido, y no ha sido a ella. En su derrota, en su interior crece una futura niña y la decepción. En Rumanía no solo está prohibido abortar, sino que tienen una política sobre el tema que te puede llevar a la cárcel. Todo es complicado y sin embargo hay que hacerlo. Luego se irá también. A Alemania. Con aquel Petru con el que nunca se había llevado bien, pero con el que a partir de ahora se entenderá. Compartirán días de exilio y recuerdos del pasado. Con los años noventa llega la caída del comunismo y decepciones, más decepciones. No es que pretendan volver (Petru, de hecho, no tiene la más mínima intención ni de hacerlo por unos días). En la Fontana de Trevi, lo que se pide es el deseo de encontrar algo en algún otro sitio. Como Claudia, la hija de los Morar, que acaba en Estados Unidos y que, con casi treinta y cinco años, continúa estudiando y preparándose. 

Letiţia tiene un medio hermano, Junior, y con él intenta recuperar la herencia de los Branea. Alguna cosa es fácil (la de su padre) pero otras, las de sus tíos, es un embrollo que se enreda en los intrincados caminos de la Historia, la política y los abogados, por no hablar del Rafael, el primo perdido en Inglaterra. Con todo esto, Gabriela Adameșteanu construye el retrato de qué fue de nosotros cuando nosotros éramos otros, aquellos. Un aquellos que cuesta digerir, como una comida pesada. Los días que han quedado atrás son muchos más que los de ahora y también de los que vendrán. Las relaciones del presente están condicionadas por esos tiempos y cuesta hasta sentirse de alguna parte. Petru puntea los pensamientos y la vida de Letiţia con su ironía, que no deja de ser cierta, y los Morar la colocan en un presente problemático, entre la rumorología, las ocasiones perdidas y el cotorreo tan de estos tiempos, de nuevos ricos y viejos pobres. Sí, está la juventud, pero qué se yo. Las cosas no son cómo se esperaba y Petru, de nuevo, tiene razón al decir que no se les ha perdido nada allá dónde en su tiempo lo dejaron todo.  

Fontana de Trevi son las ocasiones perdidas. Antes, ahora y siempre. Dibujo de decepciones siempre presentes. ¿Qué se perdió? ¿Sorin? ¡Vamos! Era un tipo egoísta, que ni tan siquiera se preocupó de saber cómo había ido su aborto. En realidad, siempre lo fue. Ella estaba ahí, y la otra, también estaba ahí. Compartían unos momentos en aquella habitación de aquel piso prestado por horas. Sorin siempre fue un egoísta, que solo pensaba en su satisfacción (sexual) y nada en la de ella (sexual), y ahora, pensado en la distancia, qué podría decirse. Sin embargo, Petru el mediocre, acabó por estar por encima de la media. Solo había que dejar que los demás fueran cayendo. Algo de razón tenía. Para Gabriela Adameșteanu, son cuentos crueles de madurez. Ese momento en el que uno vuelve la vista atrás y lo que ve… En fin. Tampoco es que mirar lo que le rodea en estos momentos sea especialmente consolador. Es como todos esos edificios caídos en el terremoto de los ochenta convertidos, mediante unas dosis extras de destrucción, en ese horrible objeto no volador llamado Casa del Pueblo, que podía soportar terremotos hasta en una escala de nueve, permitiendo que toda Rumanía se convirtiera en ruinas, pero no él (tan Ceaușescu…). La reconstrucción de un mundo desaparecido, cuando también el presente, el ahora, debe ser reconstruido.   


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